Friday, October 14, 2005

UN TRABAJO LIMPIO

- Que parezca un accidente. –Le dijo Heintz a Salazar, en voz baja pero firme, con su marcado acento alemán; una mano sobre cada uno de los robustos hombros del moreno y la mirada fija en los pequeños ojos grises.
Salazar inclinó la cabeza hasta que su vista se coloreó con el verde del suelo; la posó allí por unos instantes y sólo la retiró cuando los finos dedos del germano dejaron de hacer contacto con su camisa celeste. Recién entonces giró sobre sí mismo y echó a andar.
Salazar conocía muy bien su trabajo y confiaba en su capacidad para ejecutarlo de la mejor manera: limpia, eficiente, discreta. También tenía plena certeza de que su temple no le fallaría. Aún en un momento como aquél, donde el calor de la rabia y la impotencia habían logrado derretir casi por completo la helada coraza que separaba los sentimientos de Stunt Heintz del mundo exterior, el corpulento de oscura tez había logrado prescindir de los suyos.
Mientras caminaba, con paso firme y ágil, sintiendo en su espalda la mirada férrea del alemán, agradeció a su conducta y disciplina por permitirle soportar el formidable entrenamiento que recibía, desde hacía nueve años, cuarenta y ocho horas a la semana. Un duro plan creado por los rusos Nikolai Volkov y Igor Filivostok, dos ex agentes de la KGB que, tras la caída de la Unión Soviética, habían buscado nuevos horizontes de este lado del océano, procurando explotar los conocimientos y la experiencia que el servicio secreto de su extinguido país les había legado. Dos recios hombres de guerra que desconocían la fatiga y la piedad y que vivían para cumplir los objetivos de aquel que estuviera dispuesto a pagarles.
Salazar fue el uruguayo que durante más tiempo logró resistir el programa V&F sin quebrarse. El moreno de gran nariz era duro como el quebracho y más tozudo que el fruto del amor entre el burro y la yegua.
Por eso lo habían elegido. Por eso le habían asignado la misión.

Todo sucedió con tal velocidad y sutileza que ninguna de las setenta y cinco mil almas que abarrotaban las tribunas del Estadio Centenario concibieron la posibilidad de que Salazar hubiera ido al tranque con mala intención. Ni siquiera el árbitro del partido. Sin embargo, Juvenal Muñiz Saramago, la joven estrella de la Selección Argentina de Fútbol, el Maradona Rubio, giraba y se retorcía en el césped como si una feroz crucera le hubiera mordido la tibia y el veneno se expandiera ya por toda la pierna.
El público silbaba y abucheaba al argentino por simular una lesión mientras el carrito de sanidad ingresaba al campo de juego para asistirlo.
Pero entonces, en el preciso momento en que los dos hombres de blanco lo subían a la camilla, la imagen de la pierna izquierda de Muñiz Saramago silenció al estadio entero. El Coloso de Cemento, repleto como pocas veces, enmudeció por completo.
Heintz, firme sobre la raya del lateral que da a la tribuna América, aflojó el nudo de la corbata y, con un movimiento de su mano, solicitó al línea el último cambio que el reglamento permitía, mientras con la otra, ordenaba a uno de sus suplentes que ingresara al terreno de juego.
Cuando el D.T. de la Selección Uruguaya, segundo extranjero en el cargo, buscó con la mirada a Salazar para anunciarle el cambio, el robusto moreno trotaba rumbo al banco de suplentes, con la satisfacción del deber cumplido pintada en la jeta.

1 Comments:

Blogger RosaMaría said...

Buena trama, dura, pero el fútbol también tiene esas cosas.

3:04 PM  

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