Thursday, February 15, 2007

ANITA




I

Roberto miró a su hermano a través de las diminutas ranuras de sus ojos, dos finísimas líneas, y le dijo, acelerando las palabras hasta una velocidad lindera con lo incomprensible:
- Número siete de la selección de Corea del Norte.
Como si una fogata hubiera sido encendida en su interior, el sudor manó en gruesas gotas de la frente de Ramírez y rodó por sus mejillas regordetas. Mientras, Roberto contaba en forma regresiva, cumpliendo la habitual tarea de aumentar el nerviosismo de su gemelo.
- Sang Shi An.- Arriesgó Ramírez, superponiendo sus palabras a las de Roberto, quien,
con un cantito, anunciaba que faltaban sólo cuatro segundos para que el tiempo de respuesta expirara.
- Shang es el centrodelantero. El siete es Anphe Chang. Perdiste gil. Dame esos veinte.
Ramírez estiró la mano en la que guardaba el cambio del almacén y le entregó un billete verde y arrugado.
- No te hagas el vivo. Vengan las moneditas del bolsillo también. -Ordenó Roberto con un gruñido, estirando su pequeño brazo de niño. Ramírez revolvió con su mano en el bolsillo del pantalón gris del uniforme escolar y cumplió la orden mascullando una sincera palabrota. Era un buen perdedor.
Volvieron a su casa con las compras que les había encargado su abuela y, cumplida la tarea, salieron a la calle a jugar a la pelota.
- ¡Vas al arco! – Gritó Roberto no bien pisó la vereda con el balón bajo el brazo derecho.
- ¡Te toca a vos! -Lloriqueó Ramírez.- Ayer atajé yo y anteayer también.
- ¿Quién es el técnico de Arabia Saudita? –Preguntó Roberto mientras pateaba la pelota hacia arriba y corría para alcanzarla antes que la gravedad la estrellara contra el suelo.
- Rud Gullit. –Arriesgó su hermano.
- No. Perdiste. Es Amed Al Hassin. A Gullit se le terminó el contrato el mes pasado. Lo lamento.
- Está bien, voy al arco.- Se resignó Ramírez.



II

Roberto había nacido media hora antes que Ramírez, en el mismo hospital y de la misma madre, por lo tanto se consideraba el hermano mayor y actuaba como tal. Compartía con su gemelo el aspecto físico, pero difería, desde muy chico, en cuanto a la personalidad. Roberto era astuto como un zorro y siempre logró obtener más de lo que le correspondía, provocando, en el proceso, que su hermano obtuviera menos.
No es que Ramírez fuera lerdo, simplemente había asumido que viviría por siempre a la sombra de su gemelo y lo consideraba algo natural e incluso, por momentos, agradable. Roberto tenía la misma convicción y ambos estaban seguros que el resto del mundo creía lo mismo.
Es que Roberto jugaba mejor al fútbol, le ganaba peleando a todos menos al Gordo Enrique, y tenía gran suceso con las chiquilinas del barrio y la escuela. Por su parte, Ramírez no lograba dominar la pelota más de cuatro veces seguidas y las únicas personas del sexo femenino que le dirigían la palabra eran su madre y su abuela. Además, había paladeado el amargo sabor de la derrota en cada pelea que participó.
Roberto lo llamaba Ramírez pues era ése el apellido que, al igual que él, su hermano había heredado del padre.


III

- ¡Puto! –Dijo Roberto al niño de los rulos rubios, quien, al verlo venir y confundiéndolo con Ramírez, se frotó la manos, aprontándose para darle una nueva golpiza .
- Ayer me pegaste –prosiguió Roberto, imitando a su hermano-, pero ahora te voy a romper la cara, maricón de mierda.
- ¿Vos y cuántos más? Pedazo de puto –Desafió el niño de los rulos rubios.
- Yo solito. – Dijo Roberto y le escupió a la cara un salivazo potente y pegajoso.
- ¡La concha de tu madre! –Gritó el niño y saltó sobre Roberto, confiado en que lo cagaría a piñazos.
Roberto se agachó, esquivando la embestida y, casi desde el suelo, liberó un maravilloso golpe de derecha que se estrelló contra el mentón de su oponente. De no encontrarse el rostro del niño en la trayectoria del roscazo, la mano mágica de Roberto hubiera llegado hasta el cielo, tal vez pinchado una nube. Pero el preciso gancho se estrelló de lleno contra la pera y comprimió de tal modo la lengua del niño entre los dientes superiores e inferiores, que la sangre comenzó a salir como si alguien hubiera abierto una canilla adentro de la boca.
Recién entonces apareció Ramírez, quien hasta ese momento se encontraba escondido por un muro, vibrando con la escena. Roberto, por su parte, desapareció, raudo y veloz, detrás de la misma pared donde se había parapetado su gemelo.
- ¡Como llora la nenita! –Gritó Ramírez sacando pecho.- Cómo llora la puta rubia.- Se agachó, tomó un cascote del piso y se lo tiró al niño de los rulos rubios que se iba, abrazado por varios amigos, llorando para la casa, con el rostro y la remera bañados en sangre. El cascote pasó lejos de su objetivo, pero a Ramírez no le importó.
Cuando el grupo perdedor se hubo alejado lo suficiente, Roberto salió de atrás del muro y caminó hacia donde estaba su hermano. Sin decir nada, Ramírez se sacó la camiseta oficial de Peñarol, nueva, recién estrenada, y se la entregó a su gemelo, quien, a su vez, le dio la de él, vieja y descolorida.
- ¿Qué uruguayo le aguantó doce rounds a Mohamed Alí? –Preguntó Roberto.
- Dogomar Martínez –Respondió Ramírez, convencido que esta vez sabía la respuesta.
- No. Evangelista. Alfredo Evangelista. –Dijo y lanzó al aire un nuevo y perfecto gancho, esta vez con la mano izquierda.- Dogomar peleó con Archie Moore. Vengan las medias del Manya, gilastro.


IV

Los restos del asado reposaban en los platos de madera, alrededor de la fogata donde apenas unas pocas brasas generaban un tenue resplandor anaranjado. Había vasos con restos de vino y recipientes sucios de carne y grasa mezclada con arena. Era necesario limpiar todo antes de ir a dormir, de lo contrario se llenaría de perros y a la mañana siguiente el desastre sería total.
Roberto, acostado dentro de la carpa, sobre el colchón inflable de Ramírez, los brazos atrás de su cabeza y las manos a modo de almohada, preguntó:
- ¿Quién es el director de la serie porno Cumback Pussy?
- Rocco Siffredi.- Arriesgó Ramírez.
- No. Tom Byron. A lavar los platos, botija.
- La puta que te parió. –Dijo Ramírez provocando una sincera sonrisa de su hermano.

Mientras llenaba un balde con el agua de una débil canilla del campamento, Ramírez vio como el auto que sus padres les habían prestado lucía mugriento y gritó:
- Mañana, antes de volver, habrá que lavar el auto porque sino nos van a matar en casa. -Y, de inmediato preguntó:
- ¿Quién ganó el premio al mejor cuento uruguayo del año?
Roberto sonrió con desdén y respondió, antes que su hermano hubiera siquiera alcanzado el número nueve en la cuenta regresiva:
- Francisco Carlos Tarino.
- La reconcha negra de tu madre. ¿Desde cuándo sabés de literatura? –Puteó Ramírez y, resignado a lavar el auto, siguió fregando los platos mientras escuchaba que su hermano le decía:
- Yo sé todo, gil.




V

- Pero… es mi hermano. –Dijo Ramírez a Sosa, su amigo y abogado.
- Será tu hermano, pero vos no podés seguir viviendo como si fuera tu amo. –Explicó Sosa comprensivo.- Desde chico te tiene de hijo.
- Pero él es así, no lo hace con maldad. Vos los conocés bien.
- Es un hijo de puta. Toda la vida te tuvo de esclavo. Acordate cuando te decía que era José Angel Tuana.
- El Favorito. –Recordó Ramírez con una mezcla de diversión y melancolía en la voz.
- El favorito de la casa. ¡Qué hijo de puta! No te das cuenta que te lo hacía para humillarte.
- No jodas Sosa, dejate de romper las bolas. Es mi hermano, no lo puedo cagar.
- No lo estarías cagando. Simplemente desquitándote por todas las que te hizo, por toda la guita y todas las cosas que te sopló durante toda tu vida.
- Sí… yo que sé.
- Pensá en Anita.
- ¡Hija de puta!
- Ella no, el hijo de puta es Roberto. Ella te quería a vos.
- Si me quería a mí ¿porque se cogió a mi hermano? Puta de mierda.
- Se mareó. Nadie mejor que vos sabe cómo es Roberto. Te convence de cualquier cosa. Capaz que hasta la hizo creer que eras vos.
- Si, capaz que vestido sí. Pero cuando lo vio desnudo tiene que haber sabido que no era yo. ¿Vos viste lo que calza Roberto?
- Parece un deforme.
- ¿Entonces, qué? ¿Querés hacerme creer que no se dio cuenta que era él y no yo?
- No, pero…
- Querés hacerme creer que la puta de mierda esta pensó que me había crecido la pija de un día para el otro, como por arte de magia. Dejate de joder. Vio a mi hermano en bolas y se enamoró. Seguro que dijo: “es igual al mío pero con la poronga enorme. Mejor me quedo con éste.”
- Está bien, convengamos que Anita era una puta bárbara. Pero eso no justifica a tu hermano. Con la cantidad de minas que hay por ahí, ¿tenía que ir a voltearse a la tuya?
- Reconozco que estuvo mal. Pero qué voy a hacer, ¿lo voy a matar?
- No a matar, pero sí hacéselo pagar. Que se de cuenta que no sos ningún gil como él creyó toda la vida.
- Roberto confía en mí, por eso las cosas están a mi nombre. No lo puedo cagar.
- No confía en vos. Confía en el poder que tiene sobre tu persona y por eso está convencido que nunca le vas a tocar nada. Así que no seas nabo, firmá acá y andate a la mierda con toda la guita.
- Pero Sosa…
- Vos sos gil de alma. ¿No te das cuenta que lo más probable es que te vaya a cagar también con todo lo que te dejó tu viejo? Pelotudo, despertate.
- Pero…
- Pensá en Anita.
- Pasame la birome.



VI

Roberto subió lentamente las escaleras que lo llevaban a la azotea con la vista fija en el suelo. Abrió la pesada puerta de hierro, cuyas bisagras chillaron por la falta de aceite, y caminó bajo la lluvia sin que las gruesas gotas parecieran molestarlo.
Llegó hasta el borde de la azotea, miró el pavimento distante, luego echó un corto vistazo al cielo encapotado y se dejó caer. La muerte lo encontró antes de que su cuerpo se destrozara contra las baldosas cuadriculadas de la vereda.

Ramírez subió corriendo las escaleras que lo llevaban a la azotea. Atravesó la puerta y, al ver la azotea desierta, supo que era demasiado tarde.

Cuando la policía técnica llegó al lugar, varios de los efectivos se conmovieron ante la escena: los dos cuerpos, yaciendo en caprichosas posiciones, uno al lado del otro, se encontraban tan desfigurados que ni la propia madre hubiera podido reconocerlos.

ALBERTO NO QUERÍA LLORAR




- No hay alternativa, machote, el combustible se acaba.
- Debemos intentar llegar a Flaka, Zach, sabes que no bajaré en este sucio planeta.
- La situación es crítica, Al, déjate de tonterías.
- Debemos intentarlo. Yo aquí no bajo.
- Jamás volveremos a ver la Tierra y tú te preocupas con pensamientos retrógrados; termina ya con las estupideces, Al; bajaremos en Sotup-Sodot si queremos seguir con vida. Además, no es tan terrible, verás que te acostumbrarás pronto.

Si bien se encontraban a poca distancia de Verde, el extremo bondadoso de la galaxia Flaka, el deterioro del tanque de combustible de la nave impediría al Capitán Alberto Mastrantonio y al Comandante Zacharias Deek llegar hasta alguno de sus planetas habitados. En ninguno de ellos las condiciones climáticas, así como la naturaleza y costumbres de las especies dominantes, diferían en lo medular con las humanas y, por ende, la adaptación al nuevo mundo sería relativamente sencilla.
Pero Zach no mentía. Si deseaban que sus vidas no terminaran dentro de aquella nave descompuesta, deberían descender en Sotup-Sodot, el planeta donde había surgido todo; el planeta madre de la vida en el Universo conocido.
Las naves exploradoras como la que había transportado a los misioneros humanos hasta aquellas lejanas regiones del cosmos, no eran plausibles de ser reparadas en ningún sitio más allá de los confines de la Vía Láctea, y si la falla era severa o bien afectaba las reservas de combustible, los tripulantes sólo podían aspirar a encontrarse lo suficientemente próximos a un planeta habitable. De esa manera podrían acceder a él mediante las cápsulas intratmósfera, de una autonomía no mayor a veinticuatro horas, e intentar rehacer sus vidas en el nuevo entorno.
Sotup-Sodot era la única opción y, al mismo tiempo -más allá de las características que presentaban sus habitantes, capaces de aterrar a Mastrantonio-, también la mejor. Un planeta físicamente similar a La Tierra; como hermanos gemelos separados al nacer.
La extraordinaria diferencia entre los sotúpicos y las demás especies conocidas en el Universo era un detalle de extraordinaria complejidad: la evolución no había separado los géneros. De hecho la dualidad que reina en el resto del universo fue el resultado de las experimentaciones genéticas de esta raza.
No existía en Sotup, entonces, la distinción entre macho y hembra, aunque los habitantes tampoco eran seres de reproducción autosuficiente. Todas las especies animales de este planeta, durante la mayor parte de sus vidas, vivían en su estado macho, al que ellos llamaban Jamer. Unos pocos días al mes, no más de ocho ni menos de seis, sus órganos masculinos se retraían y entraban en el estado Sani, hembra. El pene desaparecía bajo la piel del pubis pero, en su lugar, no se hacía visible ningún signo físico femenino. La principal mutación ocurría en el interior del cuerpo, donde un útero se desplegaba y se conectaba, a través de un tubo de notable sensibilidad, con el recto.
Estos seres, cuya apariencia externa presentaba una impactante similitud con los terrícolas del África Septentrional, podían, mientras se encontraban en el estado Sani, quedar encinta. Una vez fecundados, no volvían al estado Jamer hasta pasados treinta o cuarenta días del parto, quince meses más tarde.
No experimentaban cambios psicológicos en su pasaje de un estado a otro, sino que su forma de ver el mundo y la sexualidad era siempre la misma. Esto hacía que las únicas diferencias entre ambos estados fueran, por un lado, la capacidad de embarazarse y, por otro, la momentánea supresión de la reciprocidad sexual.

- ¿Eres conciente de la condición que los sotúpicos imponen a los forasteros que necesitan radicarse en su planeta? –Preguntó Al, consternado.
- No es tan grave. Tal vez hasta termines tomándole el gusto. –Respondió Zach con una sonrisa malignamente femenina.
- Me convertirán en un ser reproductivamente similar a ellos. –Dijo Al, sin escuchar a su compañero.
- Eso no es tan malo, piensa que podrás fecundar tu semilla en otro mundo y…
- Y … ¡Oh Dios! –Interrumpió Al, moviendo la cabeza de un lado a otro.- Ser fecundado.
- Serás una buena madre. –Sentenció Zach, que no deseaba disimular el bienestar que la situación le causaba.

Parado frente al espejo, Alberto se quitó el uniforme de Capitán hasta quedar completamente desnudo y se observó largamente. Primero el rostro, donde unos leves surcos se proyectaban, fugando, desde sus ojos grises. Luego los hombros fornidos, robustos; el pecho expandido y el abdomen dotado de formidable musculatura. Algunas canas en el vello del pecho reflejaban su incipiente madurez. Sin embargo, a sus noventa y siete años, era un tipo joven y fuerte que siempre había consagrado su tiempo libre a la actividad física. Un hombre idóneo para la tarea reproductiva.
Imaginó sus abdominales transformados en una barriga de embarazada, sus tensos músculos pectorales convertidos en voluminosas tetas y, tan a prisa como nunca lo había hecho, volvió a vestirse.

Con paso lento ingresó en la cabina de mando de la nave, donde Zach se encontraba ya manipulando los controles, ultimando los detalles para el lanzamiento de las cápsulas intratmósfera. Miró a su compañero y, con notorio desgano, tomó su posición en la butaca que le correspondía como capitán de la expedición.

- Lo haremos, Zach. Bajaremos en este sucio planeta. - Dijo, impidiendo que las lágrimas más dolorosas de su vida le enrojecieran la mirada. El esfuerzo represor era colosal, aunque no mayor que su empeño.

Al no quería llorar delante de Zach.



AZAR



I
Esa mañana el tráfico estaba pesado. Era lunes y la mayoría de las personas que habían viajado a la costa por el fin de semana regresaban a la ciudad para retomar sus tareas habituales. Un semáforo roto en una esquina peligrosa de la principal avenida de entrada y salida a la capital había llevado a Juan hasta allí, con la misión de impedir congestionamientos y demás problemas viales.
Todo iba bien, el tráfico fluía y, a medida que se acercaba el mediodía, el aluvión de vehículos comenzaba a mermar.
De pronto, un Peugeot amarillo bajó como un bólido por una de las calles transversales, a unos doscientos metros de la posición de Juan, entró en la avenida haciendo chirriar los neumáticos y aceleró aún más en dirección al semáforo roto. Juan levantó las manos, enloquecido, y sopló el silbato reglamentario tan fuerte como le permitieron sus pulmones; pero el auto siguió su curso como en una pista de carreras. Entonces, el joven inspector se lanzó a la calle y, agitando los brazos como aspas de un molino, intentó detener al corredor.
Una cuadra más adelante, el Peugeot amarillo se detuvo contra el cordón de la vereda.
Mientras se apresuraba para llegar hasta el auto, Juan ensayó para sus adentros las palabras que diría al conductor a través de la ventanilla:
- Buenos días, señor Juan Manuel.
Excepto en el desgraciado y remoto caso que el mencionado fuera su nombre, el aludido seguramente respondería:
- No me llamo Juan Manuel.
Entonces Juan retrucaría con su chiste favorito y el hielo del primer e incómodo instante en la fugaz relación de un inspector de tránsito y un conductor obligado por el primero a detener su marcha, quedaría definitivamente derretido:
- Disculpe, pero por la forma en que pisaba el acelerador, pensé que usted era Fangio.
Para su sorpresa, la persona que conducía el Peugeot era una mujer joven y Juan no tuvo más remedio que cambiar el discurso:
- Buenos días, señorita. –Saludó. – ¿Dónde está su casco?
- ¿Casco? –Preguntó élla, sorprendida.
- Si forma parte del cuerpo de bomberos debería llevar casco. O pintar su auto de rojo y ponerle una sirena.
La muchacha le mostró al inspector una sonrisa hermosa y sincera; tan hermosa que hubiera sido capaz de lograr el perdón aún tras cometer la infracción más terrible del mundo.
- Lardner. –Dijo élla, aún sonriendo.- Ring Lardner.
Juan, que no esperaba escuchar esas palabras, respondió con otra sonrisa, tan franca como la de su interlocutora.
- Una mujer tan bella debería cuidarse un poco más. Sería una pena que algo le sucediera. ¿A dónde iba tan apurada?
- Tengo una clase en facultad y vengo bastante atrasada…
- Lo último que deseo es causarle un contratiempo. –Le dijo Juan, expresándose con notable torpeza, casi tartamudeando.
- Entonces… ¿puedo seguir? –Preguntó ella.
- Sólo si me promete que va a manejar con más cuidado.
- Sólo si me promete acompañarme un día a tomar un café y contarme un poco más acerca de su parecido con Ben Collins…
- Lo prometo. –Afirmó Juan, cuadrándose como un militar y cruzando la sien con su mano derecha, los dedos muy juntos y estirados al máximo.
- ¿Lo encuentro siempre en este mismo semáforo? – Preguntó la chica.
- Al menos hasta que lo arreglen…



II

Ben Collins era un joven y corpulento guardia urbano, de cara grande y pecosa, concebido por el escritor norteamericano Ring Lardner. Disfrutaba como nadie su dura tarea en medio del tránsito de Nueva York y lo demostraba todo el tiempo, irradiando jovialidad y buen humor. Todas las frases que Juan utilizaba a modo de bromas con los conductores eran creaciones de su colega ficcional, excepto algunas pocas, algo torpes, que él mismo había formulado luego de repetir, jornada tras jornada, las frases de Ben. Pero Juan casi nunca pronunciaba las propias y en cambio solía adaptar las del guardia neoyorquino a su realidad cotidiana. Así, había sustituido el nombre Barney Oldfiel por el de Juan Manuel Fangio, suponiendo, pues nunca lo había escuchado antes, que Oldfiel debía ser el apellido de un famoso corredor de carreras de autos.
En el relato de Lardner, Ben Collins conoce a una chica, Edith, dueña de una sonrisa única, a la cual detiene en la calle por conducir a velocidades demenciales y violar todas las normas de tránsito alguna vez redactadas. Ella parece congraciar con el guardia y, luego de una brevísima conversación, promete volver a verlo para llevarlo a su casa y evitarle el diario y cansador viaje en autobús.
No se ven más que cuatro o cinco veces y en todas ellas la conversación es bastante trivial y breve. Los encuentros sólo duran lo que la chica demora en recorrer, con su Cadillac azul, la distancia que existe entre la garita y la casa de Ben. Y Edith conduce realmente ligero.
Con cada encuentro, Ben se siente más y más cautivado por la muchacha y el recuerdo de las charlas dentro del automóvil en marcha lo acompañan a todas partes hasta que uno nuevo ocurre.
Una noche, mientras mira en la televisión el diario informe de noticias, el guardia se entera que Edith ha muerto pocas horas atrás en un accidente automovilístico, al estrellarse contra un tranvía.



III

Mientras el Municipio de la ciudad no arregló el semáforo, Juan acudió cada día a cumplir sus funciones en la misma esquina donde había conocido a la chica de la sonrisa y el Peugeot amarillo; la hermosa muchacha que leía a Ring Lardner.
- Seguro va a venir -pensaba mientras saludaba a algún conductor o le hacía señas a un peatón indicándole que ahora podía cruzar la calle -; si conoce la historia de Ben Collins y Edith Dole es muy probable que vuelva.
Pero habían pasado dos semanas y nada de la chica ni del auto amarillo ni de la sonrisa inolvidable. Acaso élla no quería desafiar al destino y provocar un accidente fatal que se llevara su vida. O quizá sólo se había mostrado simpática para salvarse de la multa.
El inspector se encontraba absorto en tales cavilaciones cuando el Peugeot dobló por la misma calle que lo había hecho la primera vez, chirriando los neumáticos de la misma forma y a una velocidad tan imprudente como en aquella ocasión.
Juan hizo sonar su silbato por simple formalidad, pues el auto se detenía ya junto a él.
- Hola, Ben.- Dijo ella esbozando esa sonrisa que lo hizo olvidar los largos días de espera y que existían otras sonrisas en el mundo.
- ¿Aún no ha pintado el auto de rojo?- Bromeó él.
- ¿Siempre me vas a decir lo mal que conduzco?
- Sólo cuando tenga el uniforme puesto.
- ¿Es hoy el día del café? –Sugirió ella.
Juan dudó un momento; aún le faltaba un cuarto de hora para cumplir su horario reglamentario y no le gustaba descuidar su trabajo. Pero el tránsito estaba demasiado tranquilo y concluyó en que un rato sin su presencia no causaría un conflicto internacional. Entonces echó un rápido vistazo en derredor, buscando alguien que pudiera descubrirlo infragante; llevó su mirada hasta los ojos de la muchacha, la dejó allí unos segundos y luego realizó un último y detenido análisis del entorno, dijo:
- El día y la hora. Pero como prefiero morirme de viejo, le pido que vayamos caminando. Puede estacionar el auto en la calle de…
- ¿No te aburre tratarme de usted?
- En el cuento, Ben la trata…
- En el cuento élla choca contra un tranvía y se mata.
- Debe hacer un siglo que los tranvías dejaron de funcionar en Montevideo.
Ella sonrió y las tripas de Juan hicieron eclosión.
- Por favor, subí. –Le invitó élla, mientras se estiraba para abrir la puerta del acompañante.

El auto arrancó tan rápido como había llegado. Juan se puso el cinturón de seguridad y, para hacerse el gracioso, se persignó. Ella bajó la ventanilla de su lado. Luego encendió un cigarrillo y le dio una larga pitada que le hizo imaginar a Juan la insólita situación de encontrarse envuelto en un enorme papel de fumar, apretado por esos dos labios que a cada segundo que pasaba lo ponían más y más nervioso.
- No me gusta el nombre Edith. –Le dijo ella.- Así que decime María.
- Yo soy Juan. –Le informó él.
- Vos sos Ben. –Retrucó María, divertida.
- Juan. Pero, si querés, decime: Ben Juan. Y yo iré en seguida.
María lanzó una carcajada que, a diferencia de la mayoría de las carcajadas femeninas, era casi tan linda como su sonrisa. Juan sintió bien adentro que quería volver a escucharla pero no se le ocurrió nada ingenioso para decir. Así que preguntó:
- ¿A qué te dedicás?
- Estoy terminando la carrera de Ciencias Económicas. Además, me gusta mucho la fotografía. Mi sueño es recorrer el mundo entero sacando fotos.
- Vas a tener que conseguir un tero muy grande y fuerte para que aguante tamaño viaje. Generalmente los teros son aves que no miden más de... –Otra carcajada deliciosa de María interrumpió la descripción que Juan estaba construyendo.
- Ya me lo habían hecho. –Dijo élla.- Pero me encanta.
Llegaron al bar sanos y salvos. Se sentaron a una mesa cercana a la ventana que daba al río y, mientras María tomaba un capuchino y Juan un café negro bien cargado, charlaron acerca de la carrera de Ciencias Económicas, las fotos que élla había sacado en un viaje por Centroamérica, los cuentos de Ring Lardner, y se despidieron con la promesa de volver a encontrarse.
A Juan le hubiera gustado quedarse toda la vida en esa mesa, escuchando a María y viéndola reír; pero si élla no se iba de inmediato, llegaría tarde a clase.


IV
Juan no tenía costumbre de ver el informativo, pero desde el día que conoció a María no se perdía ninguna de las dos ediciones nocturnas. Le dedicaba especial atención a la sección de noticias policiales, temiendo que a María le sucediera lo que a Edith, la imprudente conductora de la ficción de Lardner. Cada vez que el cronista comenzaba a narrar las tragedias automovilísticas de la jornada, que nunca eran pocas, a Juan se le hacía un nudo en el estómago.
- ¿Qué te dio por ver los informativos? –Le preguntó Rita, su esposa desde hacía tres años.
- Hace tiempo que no puedo leer más de treinta páginas de un libro. – Mintió él, tratando de encontrar un argumento lógico que justificara su nueva afición.
- Deberías ir al oculista. –Sugirió Rita.- ¿Se te cansa mucho la vista leyendo?



V

A medida que los encuentros con María se sucedían, siempre dentro del Peugeot en movimiento, Juan leía cada vez menos y más tiempo le dedicaba a los informativos de la televisión.
- ¿Qué me está pasando? –Solía preguntarse ante la pulcra imagen del cronista en la pantalla del viejo televisor en colores. –Apenas la vi unas pocas veces, nunca siquiera la besé… ¿porqué me preocupo tanto? Capaz que es casada, ¿por qué nunca se lo pregunté? ¿Por qué nunca me lo dijo?
No habían intercambiado los teléfonos ni uno sabía dónde vivía el otro. Simplemente se encontraban cuando élla lo pasaba a buscar por el semáforo que seguía averiado en la esquina de la principal avenida de entrada y salida a la capital.

Cuando el informativista se despidió hasta la noche siguiente, deseando un buen descanso a todos los televidentes, levantó la mano ocupada con el control remoto y presionó el botón que cambia los canales.
Sus ojos se abrieron de par en par y el corazón casi deja de funcionarle cuando la sonrisa de María apareció ocupando toda pantalla. Juan quedó congelado en el sillón, una especie de parálisis general que contrastaba con la desenfrenada actividad de sus tripas.
Un cambio de cámara llevó a una toma general del estudio y permitió ver a un hombre de pelo entrecano que, vestido con impecable ambo oscuro y mostrando una sonrisa llena de dientes que no era más que una mueca absurda al lado de la sonrisa de María, le entregaba a la chica del Peugeot el premio mayor de la Lotería de Reyes. Una verdadera fortuna.
- ¿Qué va a hacer con el dinero, señorita? –Le preguntó el hombre del traje oscuro y los mil dientes blancos, estirando la mano con el micrófono.
María giró un cuarto de vuelta y quedó enfrentada a la cámara principal, que de inmediato efectuó un plano detalle de su rostro. Amplió la sonrisa hasta límites intolerables para el corazón de Juan, que miraba la pantalla como si estuviera en trance, y dijo, con una dulzura que hizo temblar al inspector de tránsito:
- Me voy a recorrer el mundo en tero. ¿Te paso a buscar por el lugar de siempre?
Rita, recostada en el sillón, al lado de su marido, dijo:
- Joven, linda, y ahora millonaria. ¿Quién será el afortunado?

VI
Al día siguiente, el joven inspector se encontraba nuevamente ordenando el tránsito y lanzando, cada brevísimos espacios de tiempo, una fugaz mirada hacia la calle transversal, donde esperaba que el Peugeot amarillo entrara en la curva haciendo chirriar los neumáticos.

Pasaron dos semanas y el semáforo fue arreglado, entonces Juan fue trasladado al centro de la ciudad, donde un bache de proporciones lunares había causado ya varios accidentes.

Thursday, February 08, 2007

CAYÓ EL GENERAL

Carpintería, Durazno, 15 de julio de 1904.


Juan de Dios:

Laudelina, tu esposa, mi querida y única hermana, ha muerto. Volvió a la tierra poco después que, abrazadas y llorando, te viéramos partir junto a los bravos de Aparicio.

Tuya,

Ramona.

PD: Una vida se va, otra llega. El retoño de tu raza criolla crece en mi vientre. Si la Patria te devuelve vivo, ¡viva la Patria!


Masoller, amanecer del 5 de septiembre de 1904.

Ramona, querida mía:

La nueva acerca del gurí en camino me devuelve el rumbo que una bala perdida me quitó días atrás. Cayó el General. La Patria es de los dotores.

Juan Dios.

P.D: Espérame.

Monday, October 17, 2005

HOMBRE DE MONTE

Conozco el siseo de la yarará-cuzú y de la crucera. El sonar del crótalo de la cascabel amenazada o bien a punto de atarearse en apasionada cópula o feroz combate con un semejante. El golpeteo de los agudos colmillos de la araña pollito contra el caño del rifle y el chapotear del yacaré, retorciéndose en el río con una presa moribunda entre las fauces. El aullido nocturno del yaguareté y el ronquido del puma, cuando, guarecido por las sombras, sorbe la sangre de una cabra. Escuché el crujir de los huesos de un mono caí quebrándose bajo el abrazo mortal de la boa; el repiqueteo de las alas del murciélago y el balar de la oveja común. El graznido del cuervo de cabeza negra, del águila mora, del halcón peregrino y el caracolero; del carancho, el chimango y el gavilán. El zumbido del mangangá libando las flores en primavera, y de la avispa colorada, inyectando veneno en el torrente sanguíneo de su almuerzo. Disfruto con el trinar del zorzal, del chinchiviro, del sabiá, y me divierte el grito del benteveo. Reconozco el ladrido del aguará-guazú y el crujir de uñas de la mulita al cavar en la tierra una ruta de fuga. El monótono canto de la cigarra y el chillido desesperado del jabalí cercado por furiosos dogos. El llamado de la ballena y el delfín; el graznido del chorlito, el petrel y el albatros. El motor orgánico de la roncadera y el palmeteo reiterado de las aletas del chucho contra el piso de la chalana. El salpique del biguá volando a flor de agua; el chapuzón de la gaviota lanzada en picada sobre un pejerrey, y el canto del mejillón anunciando tormenta.
Contraté un nuevo servicio de TV cable y, a diferencia del anterior, trae Discovery Channel.

Friday, October 14, 2005

CUANDO TE DUERMAS


El hombre tenía plena conciencia de su futuro. También de que el tiempo sería el enemigo a vencer, con la consecuente frustración que tal certeza es capaz de generar. No había manera de escapar a una realidad que ya estaba definida; y no porque el hombre creyera que el destino de cada persona se encuentra marcado, sino porque, en este caso, el destino era inmutable. Quizá no estaba escrito, pero cualquiera hubiera podido hacerlo: bastaba apenas una hoja de papel en blanco, una pluma y una mano que la condujera. Allí estaba: firme, sólido, con la absoluta seguridad de que aquel sitio le pertenecía y nada ni nadie podría cambiarlo. El hombre lo sabía y se limitaba a observarlo, estudiando toda su anatomía en busca de un punto débil, de una puerta por donde entrarle y destartalarlo, para luego rearmarlo con la forma que su voluntad le dictara.

Era su primera noche en aquel lugar, había llegado hacía un par de horas y ya sabía muy bien lo que le ocurriría cuando el sueño lo venciera; pues sus compañeros se lo habían anunciado. Lo primero que hizo tras recibir la información, fue buscar una salida por el camino de la razón, tarea nada sencilla ya que el ataque había sido estratégicamente dirigido hacia esa zona y la eficiencia del mismo había logrado causar daños considerables. El hombre pensó que, a pesar del golpe recibido, aún seguía siendo aquél el mejor camino y que debía emplear toda su fuerza en repararlo antes de buscar uno alternativo. Al tomar acción comprendió que había iniciado un proyecto que, de escucharlo en una situación normal de su vida, lo hubiera considerado descabellado y cobarde. Pero no era aquélla una situación normal. Aún así, no lucharía más que consigo mismo. Y no porque enarbolara alguna clase de bandera pacifista, sino porque era imposible vislumbrar en un enfrentamiento la más remota chance de obtener una ventaja. Además, la certeza de perderlo todo en el intento tenía la consistencia de un glaciar.

El tercer sol que vio caer por entre los barrotes le confirmó lo que sus sensaciones le habían anticipado: la hora estaba llegando. Casi no se había movido en mucho tiempo. Llevaba varios días sin dormir, concibiendo las más terribles ideas, proyectando eventos cada vez más espantosos pues cada vez faltaba menos tiempo para que se materializaran. Lo estático de la situación física y la velocidad vertiginosa con la cual se sucedían las imágenes y los pensamientos en su cerebro lo estaban conduciendo al borde la locura. Se resistía al sueño como el agonizante se resiste a la muerte, aún sabiendo lo intrascendente que resulta ese esfuerzo. Dos hombres lo miraban escrutadores; otros dos dormían a pierna suelta en unas literas amuradas a una de las frías paredes grisáceas. Un quinto fumaba un porro, sentado casi encima del orificio que utilizaban a modo de retrete, y bebía, de una sucia taza de plástico, alcohol blanco con pequeños trozos de manzana. El hombre intentaba no prestarles atención y continuaba con la vista fija en el destino. Sin embargo, las miradas eran lanzadas por unos ojos tan cercanos y expectantes que era imposible ignorarlas por completo. La pieza medía cuatro por tres metros pero tenía una de las paredes, cuyo ángulo era un poco menor a noventa grados, que no sólo la hacía más pequeña, sino que también provocaba un efecto óptico desagradable.

Pensó en continuar su comportamiento racional diciéndose que, ante lo inevitable, la opción más inteligente era la de recibir el menor daño posible. Pero no conseguía dominarse. Había decidido no luchar porque sabía que además de lo prometido, recibiría un valor agregado que sólo vendría si él lo solicitaba. Anuló entonces la rebeldía y pisoteó el concepto de morir peleando, pero con el incentivo de hacer lo más lógico, lo que más le convenía. Ellos le habían dicho: no te vamos a forzar ni a pegar... sólo vamos a esperar que te duermas... Y él sabía que, más tarde o más temprano, acabaría dormido. Sin embargo, algo más fuerte que la razón le impedía entregarse al sueño y dejar que el destino escrito sucediera.

Cuando ya era imposible seguir adelante y el sueño había transformado sus ojos en pegajosas bolas inyectadas en sangre, el hombre dejó de respirar. Apenas tomó conciencia de que estaba a punto de reformar el destino que creía escrito, su corazón dejó de latir. Sólo tuvo tiempo para una última conclusión: había perdido la partida.

Uno de los presos, el que fumaba a un lado del retrete, se puso de pie, ante el desinterés de los otros cuatro, y dijo, con una leve sonrisa en los labios, desabrochándose la bragueta y dirigiéndose al cuerpo sin vida: cuando te duermas... o cuando te mueras... para mí es lo mismo.

LAS MOTAS DEL NEGRO GARIVA

En el momento en que confirmé mi participación, no tenía otra voluntad que complacer a Fede, mi hijo, quien me venía hinchando las pelotas con el tema del campeonato de Papi Fútbol 8 desde hacía varias semanas. La idea del torneo había sido suya y, al convencer al director del colegio para llevarla a cabo, me había impuesto la obligación moral de participar. Ninguna excusa me salvaría de entrar a la cancha; ni siquiera la que era real y toda mi familia conocía: mi habilidad natural para transformar cualquier evento deportivo en una batalla campal. Además, no me alentaba la idea de conformar un equipo con otros siete viejos chotos que apenas podían correr.
Sin embargo, una llamada de Juan, el padre del mejor amigo de Fede, logró llegarme a la fibra más íntima y transformar mi desinterés en profundas ganas de dejar el alma en una cancha de fútbol. Juan me contó que los profesores habían armado un buen cuadro y andaban boquillando, por los corredores del colegio, que la batería de cocina que había como premio para el campeón, la tenían ganada incluso antes de jugar.
- El primer partido es contra ellos. -Me informó Juan.- Además – agregó- tienen al Negro Gariva jugando de nueve.- Este último dato garantizó definitivamente mi presencia en la zaga del equipo de padres.
El Negro Gariva era el profesor de portugués de Fede, un carioca que, el año anterior, había mandado a mi hijo a recuperación, privando a toda la familia de las vacaciones de febrero. Juan, dando por descontado que el dato acerca del brasuca había logrado convencerme, me describió la alineación de nuestro equipo, con mi presencia incluida. Formábamos con: el Flaco Piñeyro al arco; abajo, en línea de tres: Gonzalo Bastista, yo y el César Camuratti. En el medio, Salomón Weissman y Saturno Mendoza, padre del mejicano. Y arriba, de punta, el Gordo Aldo, de quien no se podía esperar que bajara a ayudar en la marca, pero prometía llevarse a los defensas rivales por delante con sus ciento veinte kilos de peso. Juan haría las veces de DT.
- Lindo cuadro. -Pensé irónicamente, recordando, de las pocas veces que me los crucé en la puerta de algún cumpleaños, sus siluetas, entradas en kilos algunas y envejecidas todas.
- ¡Aguante los padres de 4º A! – Le dije a Juan, a modo de despedida, parafraseando a nuestros hijos, y me dispuse a contarle la noticia a Fede.

El partido contra los profesores arrancó puntual en la cancha principal del campo deportivo del Queen Elizabeth School. Era domingo, faltaban dos horas para que el sol alcanzara su punto más alto y todos los gurices del colegio saturaban las graderías confeccionadas con tablones de obra prolijamente barnizados. Contra uno de los laterales, bien cerca de la raya, se encontraba Mariana, mi mujer, junto a Fede y las tres nenas, quienes habían pintado en una sábana, con letras rojas y negras: Papi Goleador.
Entramos a la cancha decididos a dar un buen espectáculo, pero fundamentalmente -desoyendo las palabras del juez: "señores, estamos acá para divertirnos"-, a romperles bien el orto a esos profesores que, de lunes a viernes, botonean a nuestros hijos en un salón de clase.
Ellos alinearon con: el de Matemáticas al arco (que había bochado a Fede en dos exámenes seguidos y que, aparte, era medio puto); en el fondo, el rubio grandote de Educación Física, el veterano de Historia y el peludo de Biología; al medio el gordo de Idioma Español, el bigotudo de Inglés y el loco de Química; y adelante, de número nueve pescador, el Negro Gariva.
Movieron ellos y, a los tres minutos, nos clavaron el primero: un zurdazo tremendo del profesor de portugués que se coló abajo, contra el palo derecho del Flaco Piñeyro, goalkeeper demasiado alto para las pelotas rastreras. El sorete del Negro Gariva lo festejó como si fuera la final de mundo; se sacó la camiseta y dio una vuelta entera a la cancha, revoleando la prenda y anunciando a todos, a grito pelado, que era el “Animal do Maracaná”, apodo con el cual, los periodistas de su país, bautizaron al baixinho Romario. La calentura de los niños en la tribuna provocó un aluvión de pedazos de sánguche y botellas de plástico vacías sobre la cabeza del brasilero.
Pasaron diez minutos más y, sin contar una pelota que se estrelló contra el travesaño y un par de atajadas trascendentales del Flaco Piñeyro, no hubo demasiado riesgo para nuestro arco. Pero nosotros no pasábamos la mitad de la cancha. De hecho, el Gordo Aldo, parado entre el área de ellos y el círculo central, con la pelada tan empapada en sudor como la camiseta y puteando contra la imprecisión de nuestros pases, aún no había tocado una sola pelota.
Fue a los quince exactos – puedo afirmarlo porque acababa de preguntarle la hora a Fede, quien se encontraba casi adentro de la cancha con el cronómetro en la mano, dándome indicaciones sobre cómo pararme en la última línea- cuando el Negro Gariva le tiró un caño al Gordo Aldo en la mitad de la cancha y encaró rumbo al área nuestra. A esa altura del partido, yo llevaba las medias bajas y la camiseta por afuera del pantalón; gritaba como un desaforado, intentando ordenar el equipo, y tenía la cara roja y las venas del cuello y la frente a punto de estallar. Además, me faltaba el aire.
El Negro se venía. Saturno, el mejicano, le salió desesperado y se comió un amague humillante que lo dejó sentado, con las palmas de las manos apoyadas en la gramilla y las piernas estiradas al máximo. César también le fue al cruce pero pasó de largo como un misil. Hay que reconocerle, a César, la intención de pararlo en seco con un patadón que, de haberlo alcanzado, hubiera mandado al brasilero directo al hospital. Pero falló y el Negro seguía avanzando, con pelota dominada, derecho al gol.
Como último hombre, sólo me quedaba una alternativa: con la velocidad que venía, desde el lateral opuesto, me le tiré con las dos suelas hacia delante y, en el momento que los tapones hicieron contacto con su tibia, sentí el inconfundible ruido de un hueso al quebrarse.
El juez pitó enfervorizado y, por el rabillo del ojo, lo vi correr hacia mí, medio agachado, llevándose la mano derecha al bolsillo de atrás del pantalón en busca de la tarjeta roja. El Negro dejó escapar un grito desgarrador y cayó al suelo, con la pierna derecha recogida, agarrada con fuerza entre sus brazos, la rodilla contra el pecho y el talón casi clavado en el culo. Giraba sobre el césped hacia un lado y hacia otro mientras apretaba con fuerza los párpados y compungía todo su rostro. Me acerqué para ayudarlo a levantarse y aproveché para pisarle la pierna sana y dejarle todos los tapones de aluminio marcados en la piel del muslo. Mientras, el resto de los profesores se venía a la carrera, gritando obscenidades al juez, a mí y a la santa mujer que me cargó en su vientre durante nueve largos meses. Levanté la vista y vi como el Gordo Aldo le ponía una tremenda panadera en la oreja al profe de Historia, quien cayó al suelo tirando un par de patadas sin demasiado criterio. Contra el banderín del corner, el trolo de Matemáticas había parado de correr y tenía al flaco Piñeyro agarrado de los pelos. El Flaco, mientras, lo golpeaba en la zona del abdomen con unos ganchos no muy precisos de izquierda y derecha. Yo le pisé la mano al Negro Gariva, que seguía revolcándose en el pasto, y corrí para ayudar a Weissman, quien forcejeaba intentando librarse de una toma de brazo que le estaba aplicando el profesor de Educación Física. César y Saturno estaban trenzados con varios profesores en un entrevero de piernas, brazos, tierra y pasto en el cual era imposible deducir quién golpeaba a quién.
No pasó mucho tiempo antes que todos los niños entraran a la cancha y se armara la batahola más grande que yo hubiera visto dentro de una campo de fútbol. Una piñata que duró como media hora y que sólo el cansancio general logró disolver.

Los años pasaron y mi hijo Fede, hoy gastroenterólogo, aún conserva, dentro de un salero de plástico transparente que formaba parte del premio al campeón, un manojo de motas del Negro Gariva, recuerdo enmarañado de aquel primer partido en el campo deportivo del Queen Elizabeth School.

YORSH

Hay olor a quemado.
Otra vez olvidé el cigarrillo encendido sobre el borde de la mesa; la segunda desde que regresé de la oficina, hace menos de tres horas. Es que ando muy distraído. Camino del living al dormitorio y del dormitorio al living; pensando.
Voy y vuelvo. Me detengo para poner un disco. Cuando Elis comienza a cantar, enciendo un nuevo cigarrillo y sigo caminando, imaginando ahora que, si no existieran baldosas entre mis pies y la tierra, habría dejado un surco considerable.
Mi apartamento es muy pequeño, apenas si cuenta con un living muy reducido, un dormitorio de similares dimensiones y un bañito de porquería; por lo tanto, si bien existe un cambio de ambiente durante el recorrido, se podría decir que estoy dando vueltas en el lugar.
Suena el timbre. Levanto el auricular del portero eléctrico y atiendo de mala gana. Es mi amigo Jorge. Yorsh como suelo llamarlo. Le digo que suba y presiono los dos botones negros para abrir la puerta de calle. Cada vez que pronuncio o escucho el nombre Yorsh, mi mente dispara un epíteto que grabó cuando era niño y jamás se borró: The Animal Steele.
George The Animal Steele era uno de mis luchadores de cachacascán favoritos. Siempre grababa sus luchas de la televisión y luego pasaba las tardes enteras mirándolas. Tan asimilado tiene mi cerebro a George que basta ver a mi amigo Jorge para decir, en voz alta o para mis adentros, el nombre del luchador. Y no sólo el nombre, sino también todo lo que decía el locutor cada vez que George subía al ring: - ¡George The Animal, amigos! ¡Jorge –traducía el tipo- El Animal Steele! Tiene la lengua verde, el cuerpo cubierto de pelos. ¡Es un verdadero animal, amigos míos!
Tal vez si hubiera dedicado tanto tiempo a la música como al catch, hoy escucharía el nombre Yorsh y diría: Harrison, el Beatle. Si en cambio me hubiera atareado la política, la frase que me vendría a la mente sería: Bush, tiene todo el cuerpo cubierto de pelos, es un verdadero animal, amigos míos. No. Otra vez el inconsciente sacó el luchador a la superficie.
Llegó Jorge. Entró y dijo:
- Hay olor a quemado.
Mierda, me volví a olvidar el faso arriba de la mesa.

EL CIRCO DE LAS LAGRIMAS

El pequeño niño pelirrojo se encontraba de pie sobre un círculo de terciopelo púrpura rodeado de arena. Varios focos de diversos colores iluminaban su desnudez enteramente lampiña. A pesar del calor intenso, el niño temblaba y sollozaba, pero el sollozo no era suficiente para lograr el efecto que, cada tardecita, saturaba las graderías del circo.
Por lo tanto, el chimpancé responsable por el número principal de la noche, con las uñas de su mano derecha, le apretó el lóbulo de la oreja hasta que la sangre, como un hilo de seda roja, se extendió por la mejilla rosácea, se ajustó a la delicada curva del maxilar y prosiguió su descenso a lo largo del cuello.
Y entonces sí, el público estalló en golpes, aullidos y saltos de felicidad.
A los chimpancés los cautiva el llanto. Más aún en aquella zona del planeta Tierra, donde los humanos sólo existen en circos y reservas y donde suelen reprimir sus lágrimas por puro orgullo, nomás.

UN TRABAJO LIMPIO

- Que parezca un accidente. –Le dijo Heintz a Salazar, en voz baja pero firme, con su marcado acento alemán; una mano sobre cada uno de los robustos hombros del moreno y la mirada fija en los pequeños ojos grises.
Salazar inclinó la cabeza hasta que su vista se coloreó con el verde del suelo; la posó allí por unos instantes y sólo la retiró cuando los finos dedos del germano dejaron de hacer contacto con su camisa celeste. Recién entonces giró sobre sí mismo y echó a andar.
Salazar conocía muy bien su trabajo y confiaba en su capacidad para ejecutarlo de la mejor manera: limpia, eficiente, discreta. También tenía plena certeza de que su temple no le fallaría. Aún en un momento como aquél, donde el calor de la rabia y la impotencia habían logrado derretir casi por completo la helada coraza que separaba los sentimientos de Stunt Heintz del mundo exterior, el corpulento de oscura tez había logrado prescindir de los suyos.
Mientras caminaba, con paso firme y ágil, sintiendo en su espalda la mirada férrea del alemán, agradeció a su conducta y disciplina por permitirle soportar el formidable entrenamiento que recibía, desde hacía nueve años, cuarenta y ocho horas a la semana. Un duro plan creado por los rusos Nikolai Volkov y Igor Filivostok, dos ex agentes de la KGB que, tras la caída de la Unión Soviética, habían buscado nuevos horizontes de este lado del océano, procurando explotar los conocimientos y la experiencia que el servicio secreto de su extinguido país les había legado. Dos recios hombres de guerra que desconocían la fatiga y la piedad y que vivían para cumplir los objetivos de aquel que estuviera dispuesto a pagarles.
Salazar fue el uruguayo que durante más tiempo logró resistir el programa V&F sin quebrarse. El moreno de gran nariz era duro como el quebracho y más tozudo que el fruto del amor entre el burro y la yegua.
Por eso lo habían elegido. Por eso le habían asignado la misión.

Todo sucedió con tal velocidad y sutileza que ninguna de las setenta y cinco mil almas que abarrotaban las tribunas del Estadio Centenario concibieron la posibilidad de que Salazar hubiera ido al tranque con mala intención. Ni siquiera el árbitro del partido. Sin embargo, Juvenal Muñiz Saramago, la joven estrella de la Selección Argentina de Fútbol, el Maradona Rubio, giraba y se retorcía en el césped como si una feroz crucera le hubiera mordido la tibia y el veneno se expandiera ya por toda la pierna.
El público silbaba y abucheaba al argentino por simular una lesión mientras el carrito de sanidad ingresaba al campo de juego para asistirlo.
Pero entonces, en el preciso momento en que los dos hombres de blanco lo subían a la camilla, la imagen de la pierna izquierda de Muñiz Saramago silenció al estadio entero. El Coloso de Cemento, repleto como pocas veces, enmudeció por completo.
Heintz, firme sobre la raya del lateral que da a la tribuna América, aflojó el nudo de la corbata y, con un movimiento de su mano, solicitó al línea el último cambio que el reglamento permitía, mientras con la otra, ordenaba a uno de sus suplentes que ingresara al terreno de juego.
Cuando el D.T. de la Selección Uruguaya, segundo extranjero en el cargo, buscó con la mirada a Salazar para anunciarle el cambio, el robusto moreno trotaba rumbo al banco de suplentes, con la satisfacción del deber cumplido pintada en la jeta.

EL DIAGRAMA DE AMUNDSEN (a L. Marechal)

El tostado cadáver, ubicado con cuidadosas manos sobre los hierros ennegrecidos, me hizo percibir, no la vencida carne de un hombre joven, sino la obra cumbre de un asador apasionado. Los difuntos ojos abiertos, resecos por el infierno que ardía debajo desde hacía más de cinco horas, parecían consagrados a contemplar, a través del cristal de las copas cercanas, el alma misma del vino tinto; brebaje milenario que proclamaba, en la risa y el rojo semblante del asador y sus amigos, un júbilo inverosímil acerca de la muerte. Exaltado mi sistema digestivo a causa del aroma de la parrilla y el ayuno forzado por el largo viaje, sentí el ruidoso tambaleo de mis convicciones más firmes (ahora dos tablitas frágiles). Con los pies inmóviles sobre las baldosas uniformes del jardín, bajo el sol del mediodía, suspenso y aterrado, me esforcé por alejar mis pensamientos de la monstruosa escena. Sólo cuando lo hube logrado, conseguí proyectar, apelando a la escasa energía que aún me vestía de pies a cabeza, el complejo diagrama de Amundsen, del cual me valgo para viajar a través del tiempo y el espacio. Recién entonces pude extraviarme para siempre del Planeta de los Cerdos.

CONSEJO DE CAZADOR


Amigo Cazador:

Cada vez que dispares a un ave, estarás destruyendo una vida.
Claro, siempre y cuando aciertes; de lo contrario, estarás desperdiciando una bala, un cartucho o cualquiera de las municiones que hayas elegido ese día para salir de cacería.
Por eso, amigo cazador, cada vez que dispares a un ave, asegúrate de dar en el blanco: llena tu cargador con POWER BULLET, la que pega y mata.


Es un consejo de:

PANCHO WALLACE
BIRD HUNTER
FIVE CONTINENTS