Monday, October 17, 2005

HOMBRE DE MONTE

Conozco el siseo de la yarará-cuzú y de la crucera. El sonar del crótalo de la cascabel amenazada o bien a punto de atarearse en apasionada cópula o feroz combate con un semejante. El golpeteo de los agudos colmillos de la araña pollito contra el caño del rifle y el chapotear del yacaré, retorciéndose en el río con una presa moribunda entre las fauces. El aullido nocturno del yaguareté y el ronquido del puma, cuando, guarecido por las sombras, sorbe la sangre de una cabra. Escuché el crujir de los huesos de un mono caí quebrándose bajo el abrazo mortal de la boa; el repiqueteo de las alas del murciélago y el balar de la oveja común. El graznido del cuervo de cabeza negra, del águila mora, del halcón peregrino y el caracolero; del carancho, el chimango y el gavilán. El zumbido del mangangá libando las flores en primavera, y de la avispa colorada, inyectando veneno en el torrente sanguíneo de su almuerzo. Disfruto con el trinar del zorzal, del chinchiviro, del sabiá, y me divierte el grito del benteveo. Reconozco el ladrido del aguará-guazú y el crujir de uñas de la mulita al cavar en la tierra una ruta de fuga. El monótono canto de la cigarra y el chillido desesperado del jabalí cercado por furiosos dogos. El llamado de la ballena y el delfín; el graznido del chorlito, el petrel y el albatros. El motor orgánico de la roncadera y el palmeteo reiterado de las aletas del chucho contra el piso de la chalana. El salpique del biguá volando a flor de agua; el chapuzón de la gaviota lanzada en picada sobre un pejerrey, y el canto del mejillón anunciando tormenta.
Contraté un nuevo servicio de TV cable y, a diferencia del anterior, trae Discovery Channel.

Friday, October 14, 2005

CUANDO TE DUERMAS


El hombre tenía plena conciencia de su futuro. También de que el tiempo sería el enemigo a vencer, con la consecuente frustración que tal certeza es capaz de generar. No había manera de escapar a una realidad que ya estaba definida; y no porque el hombre creyera que el destino de cada persona se encuentra marcado, sino porque, en este caso, el destino era inmutable. Quizá no estaba escrito, pero cualquiera hubiera podido hacerlo: bastaba apenas una hoja de papel en blanco, una pluma y una mano que la condujera. Allí estaba: firme, sólido, con la absoluta seguridad de que aquel sitio le pertenecía y nada ni nadie podría cambiarlo. El hombre lo sabía y se limitaba a observarlo, estudiando toda su anatomía en busca de un punto débil, de una puerta por donde entrarle y destartalarlo, para luego rearmarlo con la forma que su voluntad le dictara.

Era su primera noche en aquel lugar, había llegado hacía un par de horas y ya sabía muy bien lo que le ocurriría cuando el sueño lo venciera; pues sus compañeros se lo habían anunciado. Lo primero que hizo tras recibir la información, fue buscar una salida por el camino de la razón, tarea nada sencilla ya que el ataque había sido estratégicamente dirigido hacia esa zona y la eficiencia del mismo había logrado causar daños considerables. El hombre pensó que, a pesar del golpe recibido, aún seguía siendo aquél el mejor camino y que debía emplear toda su fuerza en repararlo antes de buscar uno alternativo. Al tomar acción comprendió que había iniciado un proyecto que, de escucharlo en una situación normal de su vida, lo hubiera considerado descabellado y cobarde. Pero no era aquélla una situación normal. Aún así, no lucharía más que consigo mismo. Y no porque enarbolara alguna clase de bandera pacifista, sino porque era imposible vislumbrar en un enfrentamiento la más remota chance de obtener una ventaja. Además, la certeza de perderlo todo en el intento tenía la consistencia de un glaciar.

El tercer sol que vio caer por entre los barrotes le confirmó lo que sus sensaciones le habían anticipado: la hora estaba llegando. Casi no se había movido en mucho tiempo. Llevaba varios días sin dormir, concibiendo las más terribles ideas, proyectando eventos cada vez más espantosos pues cada vez faltaba menos tiempo para que se materializaran. Lo estático de la situación física y la velocidad vertiginosa con la cual se sucedían las imágenes y los pensamientos en su cerebro lo estaban conduciendo al borde la locura. Se resistía al sueño como el agonizante se resiste a la muerte, aún sabiendo lo intrascendente que resulta ese esfuerzo. Dos hombres lo miraban escrutadores; otros dos dormían a pierna suelta en unas literas amuradas a una de las frías paredes grisáceas. Un quinto fumaba un porro, sentado casi encima del orificio que utilizaban a modo de retrete, y bebía, de una sucia taza de plástico, alcohol blanco con pequeños trozos de manzana. El hombre intentaba no prestarles atención y continuaba con la vista fija en el destino. Sin embargo, las miradas eran lanzadas por unos ojos tan cercanos y expectantes que era imposible ignorarlas por completo. La pieza medía cuatro por tres metros pero tenía una de las paredes, cuyo ángulo era un poco menor a noventa grados, que no sólo la hacía más pequeña, sino que también provocaba un efecto óptico desagradable.

Pensó en continuar su comportamiento racional diciéndose que, ante lo inevitable, la opción más inteligente era la de recibir el menor daño posible. Pero no conseguía dominarse. Había decidido no luchar porque sabía que además de lo prometido, recibiría un valor agregado que sólo vendría si él lo solicitaba. Anuló entonces la rebeldía y pisoteó el concepto de morir peleando, pero con el incentivo de hacer lo más lógico, lo que más le convenía. Ellos le habían dicho: no te vamos a forzar ni a pegar... sólo vamos a esperar que te duermas... Y él sabía que, más tarde o más temprano, acabaría dormido. Sin embargo, algo más fuerte que la razón le impedía entregarse al sueño y dejar que el destino escrito sucediera.

Cuando ya era imposible seguir adelante y el sueño había transformado sus ojos en pegajosas bolas inyectadas en sangre, el hombre dejó de respirar. Apenas tomó conciencia de que estaba a punto de reformar el destino que creía escrito, su corazón dejó de latir. Sólo tuvo tiempo para una última conclusión: había perdido la partida.

Uno de los presos, el que fumaba a un lado del retrete, se puso de pie, ante el desinterés de los otros cuatro, y dijo, con una leve sonrisa en los labios, desabrochándose la bragueta y dirigiéndose al cuerpo sin vida: cuando te duermas... o cuando te mueras... para mí es lo mismo.

LAS MOTAS DEL NEGRO GARIVA

En el momento en que confirmé mi participación, no tenía otra voluntad que complacer a Fede, mi hijo, quien me venía hinchando las pelotas con el tema del campeonato de Papi Fútbol 8 desde hacía varias semanas. La idea del torneo había sido suya y, al convencer al director del colegio para llevarla a cabo, me había impuesto la obligación moral de participar. Ninguna excusa me salvaría de entrar a la cancha; ni siquiera la que era real y toda mi familia conocía: mi habilidad natural para transformar cualquier evento deportivo en una batalla campal. Además, no me alentaba la idea de conformar un equipo con otros siete viejos chotos que apenas podían correr.
Sin embargo, una llamada de Juan, el padre del mejor amigo de Fede, logró llegarme a la fibra más íntima y transformar mi desinterés en profundas ganas de dejar el alma en una cancha de fútbol. Juan me contó que los profesores habían armado un buen cuadro y andaban boquillando, por los corredores del colegio, que la batería de cocina que había como premio para el campeón, la tenían ganada incluso antes de jugar.
- El primer partido es contra ellos. -Me informó Juan.- Además – agregó- tienen al Negro Gariva jugando de nueve.- Este último dato garantizó definitivamente mi presencia en la zaga del equipo de padres.
El Negro Gariva era el profesor de portugués de Fede, un carioca que, el año anterior, había mandado a mi hijo a recuperación, privando a toda la familia de las vacaciones de febrero. Juan, dando por descontado que el dato acerca del brasuca había logrado convencerme, me describió la alineación de nuestro equipo, con mi presencia incluida. Formábamos con: el Flaco Piñeyro al arco; abajo, en línea de tres: Gonzalo Bastista, yo y el César Camuratti. En el medio, Salomón Weissman y Saturno Mendoza, padre del mejicano. Y arriba, de punta, el Gordo Aldo, de quien no se podía esperar que bajara a ayudar en la marca, pero prometía llevarse a los defensas rivales por delante con sus ciento veinte kilos de peso. Juan haría las veces de DT.
- Lindo cuadro. -Pensé irónicamente, recordando, de las pocas veces que me los crucé en la puerta de algún cumpleaños, sus siluetas, entradas en kilos algunas y envejecidas todas.
- ¡Aguante los padres de 4º A! – Le dije a Juan, a modo de despedida, parafraseando a nuestros hijos, y me dispuse a contarle la noticia a Fede.

El partido contra los profesores arrancó puntual en la cancha principal del campo deportivo del Queen Elizabeth School. Era domingo, faltaban dos horas para que el sol alcanzara su punto más alto y todos los gurices del colegio saturaban las graderías confeccionadas con tablones de obra prolijamente barnizados. Contra uno de los laterales, bien cerca de la raya, se encontraba Mariana, mi mujer, junto a Fede y las tres nenas, quienes habían pintado en una sábana, con letras rojas y negras: Papi Goleador.
Entramos a la cancha decididos a dar un buen espectáculo, pero fundamentalmente -desoyendo las palabras del juez: "señores, estamos acá para divertirnos"-, a romperles bien el orto a esos profesores que, de lunes a viernes, botonean a nuestros hijos en un salón de clase.
Ellos alinearon con: el de Matemáticas al arco (que había bochado a Fede en dos exámenes seguidos y que, aparte, era medio puto); en el fondo, el rubio grandote de Educación Física, el veterano de Historia y el peludo de Biología; al medio el gordo de Idioma Español, el bigotudo de Inglés y el loco de Química; y adelante, de número nueve pescador, el Negro Gariva.
Movieron ellos y, a los tres minutos, nos clavaron el primero: un zurdazo tremendo del profesor de portugués que se coló abajo, contra el palo derecho del Flaco Piñeyro, goalkeeper demasiado alto para las pelotas rastreras. El sorete del Negro Gariva lo festejó como si fuera la final de mundo; se sacó la camiseta y dio una vuelta entera a la cancha, revoleando la prenda y anunciando a todos, a grito pelado, que era el “Animal do Maracaná”, apodo con el cual, los periodistas de su país, bautizaron al baixinho Romario. La calentura de los niños en la tribuna provocó un aluvión de pedazos de sánguche y botellas de plástico vacías sobre la cabeza del brasilero.
Pasaron diez minutos más y, sin contar una pelota que se estrelló contra el travesaño y un par de atajadas trascendentales del Flaco Piñeyro, no hubo demasiado riesgo para nuestro arco. Pero nosotros no pasábamos la mitad de la cancha. De hecho, el Gordo Aldo, parado entre el área de ellos y el círculo central, con la pelada tan empapada en sudor como la camiseta y puteando contra la imprecisión de nuestros pases, aún no había tocado una sola pelota.
Fue a los quince exactos – puedo afirmarlo porque acababa de preguntarle la hora a Fede, quien se encontraba casi adentro de la cancha con el cronómetro en la mano, dándome indicaciones sobre cómo pararme en la última línea- cuando el Negro Gariva le tiró un caño al Gordo Aldo en la mitad de la cancha y encaró rumbo al área nuestra. A esa altura del partido, yo llevaba las medias bajas y la camiseta por afuera del pantalón; gritaba como un desaforado, intentando ordenar el equipo, y tenía la cara roja y las venas del cuello y la frente a punto de estallar. Además, me faltaba el aire.
El Negro se venía. Saturno, el mejicano, le salió desesperado y se comió un amague humillante que lo dejó sentado, con las palmas de las manos apoyadas en la gramilla y las piernas estiradas al máximo. César también le fue al cruce pero pasó de largo como un misil. Hay que reconocerle, a César, la intención de pararlo en seco con un patadón que, de haberlo alcanzado, hubiera mandado al brasilero directo al hospital. Pero falló y el Negro seguía avanzando, con pelota dominada, derecho al gol.
Como último hombre, sólo me quedaba una alternativa: con la velocidad que venía, desde el lateral opuesto, me le tiré con las dos suelas hacia delante y, en el momento que los tapones hicieron contacto con su tibia, sentí el inconfundible ruido de un hueso al quebrarse.
El juez pitó enfervorizado y, por el rabillo del ojo, lo vi correr hacia mí, medio agachado, llevándose la mano derecha al bolsillo de atrás del pantalón en busca de la tarjeta roja. El Negro dejó escapar un grito desgarrador y cayó al suelo, con la pierna derecha recogida, agarrada con fuerza entre sus brazos, la rodilla contra el pecho y el talón casi clavado en el culo. Giraba sobre el césped hacia un lado y hacia otro mientras apretaba con fuerza los párpados y compungía todo su rostro. Me acerqué para ayudarlo a levantarse y aproveché para pisarle la pierna sana y dejarle todos los tapones de aluminio marcados en la piel del muslo. Mientras, el resto de los profesores se venía a la carrera, gritando obscenidades al juez, a mí y a la santa mujer que me cargó en su vientre durante nueve largos meses. Levanté la vista y vi como el Gordo Aldo le ponía una tremenda panadera en la oreja al profe de Historia, quien cayó al suelo tirando un par de patadas sin demasiado criterio. Contra el banderín del corner, el trolo de Matemáticas había parado de correr y tenía al flaco Piñeyro agarrado de los pelos. El Flaco, mientras, lo golpeaba en la zona del abdomen con unos ganchos no muy precisos de izquierda y derecha. Yo le pisé la mano al Negro Gariva, que seguía revolcándose en el pasto, y corrí para ayudar a Weissman, quien forcejeaba intentando librarse de una toma de brazo que le estaba aplicando el profesor de Educación Física. César y Saturno estaban trenzados con varios profesores en un entrevero de piernas, brazos, tierra y pasto en el cual era imposible deducir quién golpeaba a quién.
No pasó mucho tiempo antes que todos los niños entraran a la cancha y se armara la batahola más grande que yo hubiera visto dentro de una campo de fútbol. Una piñata que duró como media hora y que sólo el cansancio general logró disolver.

Los años pasaron y mi hijo Fede, hoy gastroenterólogo, aún conserva, dentro de un salero de plástico transparente que formaba parte del premio al campeón, un manojo de motas del Negro Gariva, recuerdo enmarañado de aquel primer partido en el campo deportivo del Queen Elizabeth School.

YORSH

Hay olor a quemado.
Otra vez olvidé el cigarrillo encendido sobre el borde de la mesa; la segunda desde que regresé de la oficina, hace menos de tres horas. Es que ando muy distraído. Camino del living al dormitorio y del dormitorio al living; pensando.
Voy y vuelvo. Me detengo para poner un disco. Cuando Elis comienza a cantar, enciendo un nuevo cigarrillo y sigo caminando, imaginando ahora que, si no existieran baldosas entre mis pies y la tierra, habría dejado un surco considerable.
Mi apartamento es muy pequeño, apenas si cuenta con un living muy reducido, un dormitorio de similares dimensiones y un bañito de porquería; por lo tanto, si bien existe un cambio de ambiente durante el recorrido, se podría decir que estoy dando vueltas en el lugar.
Suena el timbre. Levanto el auricular del portero eléctrico y atiendo de mala gana. Es mi amigo Jorge. Yorsh como suelo llamarlo. Le digo que suba y presiono los dos botones negros para abrir la puerta de calle. Cada vez que pronuncio o escucho el nombre Yorsh, mi mente dispara un epíteto que grabó cuando era niño y jamás se borró: The Animal Steele.
George The Animal Steele era uno de mis luchadores de cachacascán favoritos. Siempre grababa sus luchas de la televisión y luego pasaba las tardes enteras mirándolas. Tan asimilado tiene mi cerebro a George que basta ver a mi amigo Jorge para decir, en voz alta o para mis adentros, el nombre del luchador. Y no sólo el nombre, sino también todo lo que decía el locutor cada vez que George subía al ring: - ¡George The Animal, amigos! ¡Jorge –traducía el tipo- El Animal Steele! Tiene la lengua verde, el cuerpo cubierto de pelos. ¡Es un verdadero animal, amigos míos!
Tal vez si hubiera dedicado tanto tiempo a la música como al catch, hoy escucharía el nombre Yorsh y diría: Harrison, el Beatle. Si en cambio me hubiera atareado la política, la frase que me vendría a la mente sería: Bush, tiene todo el cuerpo cubierto de pelos, es un verdadero animal, amigos míos. No. Otra vez el inconsciente sacó el luchador a la superficie.
Llegó Jorge. Entró y dijo:
- Hay olor a quemado.
Mierda, me volví a olvidar el faso arriba de la mesa.

EL CIRCO DE LAS LAGRIMAS

El pequeño niño pelirrojo se encontraba de pie sobre un círculo de terciopelo púrpura rodeado de arena. Varios focos de diversos colores iluminaban su desnudez enteramente lampiña. A pesar del calor intenso, el niño temblaba y sollozaba, pero el sollozo no era suficiente para lograr el efecto que, cada tardecita, saturaba las graderías del circo.
Por lo tanto, el chimpancé responsable por el número principal de la noche, con las uñas de su mano derecha, le apretó el lóbulo de la oreja hasta que la sangre, como un hilo de seda roja, se extendió por la mejilla rosácea, se ajustó a la delicada curva del maxilar y prosiguió su descenso a lo largo del cuello.
Y entonces sí, el público estalló en golpes, aullidos y saltos de felicidad.
A los chimpancés los cautiva el llanto. Más aún en aquella zona del planeta Tierra, donde los humanos sólo existen en circos y reservas y donde suelen reprimir sus lágrimas por puro orgullo, nomás.

UN TRABAJO LIMPIO

- Que parezca un accidente. –Le dijo Heintz a Salazar, en voz baja pero firme, con su marcado acento alemán; una mano sobre cada uno de los robustos hombros del moreno y la mirada fija en los pequeños ojos grises.
Salazar inclinó la cabeza hasta que su vista se coloreó con el verde del suelo; la posó allí por unos instantes y sólo la retiró cuando los finos dedos del germano dejaron de hacer contacto con su camisa celeste. Recién entonces giró sobre sí mismo y echó a andar.
Salazar conocía muy bien su trabajo y confiaba en su capacidad para ejecutarlo de la mejor manera: limpia, eficiente, discreta. También tenía plena certeza de que su temple no le fallaría. Aún en un momento como aquél, donde el calor de la rabia y la impotencia habían logrado derretir casi por completo la helada coraza que separaba los sentimientos de Stunt Heintz del mundo exterior, el corpulento de oscura tez había logrado prescindir de los suyos.
Mientras caminaba, con paso firme y ágil, sintiendo en su espalda la mirada férrea del alemán, agradeció a su conducta y disciplina por permitirle soportar el formidable entrenamiento que recibía, desde hacía nueve años, cuarenta y ocho horas a la semana. Un duro plan creado por los rusos Nikolai Volkov y Igor Filivostok, dos ex agentes de la KGB que, tras la caída de la Unión Soviética, habían buscado nuevos horizontes de este lado del océano, procurando explotar los conocimientos y la experiencia que el servicio secreto de su extinguido país les había legado. Dos recios hombres de guerra que desconocían la fatiga y la piedad y que vivían para cumplir los objetivos de aquel que estuviera dispuesto a pagarles.
Salazar fue el uruguayo que durante más tiempo logró resistir el programa V&F sin quebrarse. El moreno de gran nariz era duro como el quebracho y más tozudo que el fruto del amor entre el burro y la yegua.
Por eso lo habían elegido. Por eso le habían asignado la misión.

Todo sucedió con tal velocidad y sutileza que ninguna de las setenta y cinco mil almas que abarrotaban las tribunas del Estadio Centenario concibieron la posibilidad de que Salazar hubiera ido al tranque con mala intención. Ni siquiera el árbitro del partido. Sin embargo, Juvenal Muñiz Saramago, la joven estrella de la Selección Argentina de Fútbol, el Maradona Rubio, giraba y se retorcía en el césped como si una feroz crucera le hubiera mordido la tibia y el veneno se expandiera ya por toda la pierna.
El público silbaba y abucheaba al argentino por simular una lesión mientras el carrito de sanidad ingresaba al campo de juego para asistirlo.
Pero entonces, en el preciso momento en que los dos hombres de blanco lo subían a la camilla, la imagen de la pierna izquierda de Muñiz Saramago silenció al estadio entero. El Coloso de Cemento, repleto como pocas veces, enmudeció por completo.
Heintz, firme sobre la raya del lateral que da a la tribuna América, aflojó el nudo de la corbata y, con un movimiento de su mano, solicitó al línea el último cambio que el reglamento permitía, mientras con la otra, ordenaba a uno de sus suplentes que ingresara al terreno de juego.
Cuando el D.T. de la Selección Uruguaya, segundo extranjero en el cargo, buscó con la mirada a Salazar para anunciarle el cambio, el robusto moreno trotaba rumbo al banco de suplentes, con la satisfacción del deber cumplido pintada en la jeta.

EL DIAGRAMA DE AMUNDSEN (a L. Marechal)

El tostado cadáver, ubicado con cuidadosas manos sobre los hierros ennegrecidos, me hizo percibir, no la vencida carne de un hombre joven, sino la obra cumbre de un asador apasionado. Los difuntos ojos abiertos, resecos por el infierno que ardía debajo desde hacía más de cinco horas, parecían consagrados a contemplar, a través del cristal de las copas cercanas, el alma misma del vino tinto; brebaje milenario que proclamaba, en la risa y el rojo semblante del asador y sus amigos, un júbilo inverosímil acerca de la muerte. Exaltado mi sistema digestivo a causa del aroma de la parrilla y el ayuno forzado por el largo viaje, sentí el ruidoso tambaleo de mis convicciones más firmes (ahora dos tablitas frágiles). Con los pies inmóviles sobre las baldosas uniformes del jardín, bajo el sol del mediodía, suspenso y aterrado, me esforcé por alejar mis pensamientos de la monstruosa escena. Sólo cuando lo hube logrado, conseguí proyectar, apelando a la escasa energía que aún me vestía de pies a cabeza, el complejo diagrama de Amundsen, del cual me valgo para viajar a través del tiempo y el espacio. Recién entonces pude extraviarme para siempre del Planeta de los Cerdos.

CONSEJO DE CAZADOR


Amigo Cazador:

Cada vez que dispares a un ave, estarás destruyendo una vida.
Claro, siempre y cuando aciertes; de lo contrario, estarás desperdiciando una bala, un cartucho o cualquiera de las municiones que hayas elegido ese día para salir de cacería.
Por eso, amigo cazador, cada vez que dispares a un ave, asegúrate de dar en el blanco: llena tu cargador con POWER BULLET, la que pega y mata.


Es un consejo de:

PANCHO WALLACE
BIRD HUNTER
FIVE CONTINENTS