Thursday, February 15, 2007

AZAR



I
Esa mañana el tráfico estaba pesado. Era lunes y la mayoría de las personas que habían viajado a la costa por el fin de semana regresaban a la ciudad para retomar sus tareas habituales. Un semáforo roto en una esquina peligrosa de la principal avenida de entrada y salida a la capital había llevado a Juan hasta allí, con la misión de impedir congestionamientos y demás problemas viales.
Todo iba bien, el tráfico fluía y, a medida que se acercaba el mediodía, el aluvión de vehículos comenzaba a mermar.
De pronto, un Peugeot amarillo bajó como un bólido por una de las calles transversales, a unos doscientos metros de la posición de Juan, entró en la avenida haciendo chirriar los neumáticos y aceleró aún más en dirección al semáforo roto. Juan levantó las manos, enloquecido, y sopló el silbato reglamentario tan fuerte como le permitieron sus pulmones; pero el auto siguió su curso como en una pista de carreras. Entonces, el joven inspector se lanzó a la calle y, agitando los brazos como aspas de un molino, intentó detener al corredor.
Una cuadra más adelante, el Peugeot amarillo se detuvo contra el cordón de la vereda.
Mientras se apresuraba para llegar hasta el auto, Juan ensayó para sus adentros las palabras que diría al conductor a través de la ventanilla:
- Buenos días, señor Juan Manuel.
Excepto en el desgraciado y remoto caso que el mencionado fuera su nombre, el aludido seguramente respondería:
- No me llamo Juan Manuel.
Entonces Juan retrucaría con su chiste favorito y el hielo del primer e incómodo instante en la fugaz relación de un inspector de tránsito y un conductor obligado por el primero a detener su marcha, quedaría definitivamente derretido:
- Disculpe, pero por la forma en que pisaba el acelerador, pensé que usted era Fangio.
Para su sorpresa, la persona que conducía el Peugeot era una mujer joven y Juan no tuvo más remedio que cambiar el discurso:
- Buenos días, señorita. –Saludó. – ¿Dónde está su casco?
- ¿Casco? –Preguntó élla, sorprendida.
- Si forma parte del cuerpo de bomberos debería llevar casco. O pintar su auto de rojo y ponerle una sirena.
La muchacha le mostró al inspector una sonrisa hermosa y sincera; tan hermosa que hubiera sido capaz de lograr el perdón aún tras cometer la infracción más terrible del mundo.
- Lardner. –Dijo élla, aún sonriendo.- Ring Lardner.
Juan, que no esperaba escuchar esas palabras, respondió con otra sonrisa, tan franca como la de su interlocutora.
- Una mujer tan bella debería cuidarse un poco más. Sería una pena que algo le sucediera. ¿A dónde iba tan apurada?
- Tengo una clase en facultad y vengo bastante atrasada…
- Lo último que deseo es causarle un contratiempo. –Le dijo Juan, expresándose con notable torpeza, casi tartamudeando.
- Entonces… ¿puedo seguir? –Preguntó ella.
- Sólo si me promete que va a manejar con más cuidado.
- Sólo si me promete acompañarme un día a tomar un café y contarme un poco más acerca de su parecido con Ben Collins…
- Lo prometo. –Afirmó Juan, cuadrándose como un militar y cruzando la sien con su mano derecha, los dedos muy juntos y estirados al máximo.
- ¿Lo encuentro siempre en este mismo semáforo? – Preguntó la chica.
- Al menos hasta que lo arreglen…



II

Ben Collins era un joven y corpulento guardia urbano, de cara grande y pecosa, concebido por el escritor norteamericano Ring Lardner. Disfrutaba como nadie su dura tarea en medio del tránsito de Nueva York y lo demostraba todo el tiempo, irradiando jovialidad y buen humor. Todas las frases que Juan utilizaba a modo de bromas con los conductores eran creaciones de su colega ficcional, excepto algunas pocas, algo torpes, que él mismo había formulado luego de repetir, jornada tras jornada, las frases de Ben. Pero Juan casi nunca pronunciaba las propias y en cambio solía adaptar las del guardia neoyorquino a su realidad cotidiana. Así, había sustituido el nombre Barney Oldfiel por el de Juan Manuel Fangio, suponiendo, pues nunca lo había escuchado antes, que Oldfiel debía ser el apellido de un famoso corredor de carreras de autos.
En el relato de Lardner, Ben Collins conoce a una chica, Edith, dueña de una sonrisa única, a la cual detiene en la calle por conducir a velocidades demenciales y violar todas las normas de tránsito alguna vez redactadas. Ella parece congraciar con el guardia y, luego de una brevísima conversación, promete volver a verlo para llevarlo a su casa y evitarle el diario y cansador viaje en autobús.
No se ven más que cuatro o cinco veces y en todas ellas la conversación es bastante trivial y breve. Los encuentros sólo duran lo que la chica demora en recorrer, con su Cadillac azul, la distancia que existe entre la garita y la casa de Ben. Y Edith conduce realmente ligero.
Con cada encuentro, Ben se siente más y más cautivado por la muchacha y el recuerdo de las charlas dentro del automóvil en marcha lo acompañan a todas partes hasta que uno nuevo ocurre.
Una noche, mientras mira en la televisión el diario informe de noticias, el guardia se entera que Edith ha muerto pocas horas atrás en un accidente automovilístico, al estrellarse contra un tranvía.



III

Mientras el Municipio de la ciudad no arregló el semáforo, Juan acudió cada día a cumplir sus funciones en la misma esquina donde había conocido a la chica de la sonrisa y el Peugeot amarillo; la hermosa muchacha que leía a Ring Lardner.
- Seguro va a venir -pensaba mientras saludaba a algún conductor o le hacía señas a un peatón indicándole que ahora podía cruzar la calle -; si conoce la historia de Ben Collins y Edith Dole es muy probable que vuelva.
Pero habían pasado dos semanas y nada de la chica ni del auto amarillo ni de la sonrisa inolvidable. Acaso élla no quería desafiar al destino y provocar un accidente fatal que se llevara su vida. O quizá sólo se había mostrado simpática para salvarse de la multa.
El inspector se encontraba absorto en tales cavilaciones cuando el Peugeot dobló por la misma calle que lo había hecho la primera vez, chirriando los neumáticos de la misma forma y a una velocidad tan imprudente como en aquella ocasión.
Juan hizo sonar su silbato por simple formalidad, pues el auto se detenía ya junto a él.
- Hola, Ben.- Dijo ella esbozando esa sonrisa que lo hizo olvidar los largos días de espera y que existían otras sonrisas en el mundo.
- ¿Aún no ha pintado el auto de rojo?- Bromeó él.
- ¿Siempre me vas a decir lo mal que conduzco?
- Sólo cuando tenga el uniforme puesto.
- ¿Es hoy el día del café? –Sugirió ella.
Juan dudó un momento; aún le faltaba un cuarto de hora para cumplir su horario reglamentario y no le gustaba descuidar su trabajo. Pero el tránsito estaba demasiado tranquilo y concluyó en que un rato sin su presencia no causaría un conflicto internacional. Entonces echó un rápido vistazo en derredor, buscando alguien que pudiera descubrirlo infragante; llevó su mirada hasta los ojos de la muchacha, la dejó allí unos segundos y luego realizó un último y detenido análisis del entorno, dijo:
- El día y la hora. Pero como prefiero morirme de viejo, le pido que vayamos caminando. Puede estacionar el auto en la calle de…
- ¿No te aburre tratarme de usted?
- En el cuento, Ben la trata…
- En el cuento élla choca contra un tranvía y se mata.
- Debe hacer un siglo que los tranvías dejaron de funcionar en Montevideo.
Ella sonrió y las tripas de Juan hicieron eclosión.
- Por favor, subí. –Le invitó élla, mientras se estiraba para abrir la puerta del acompañante.

El auto arrancó tan rápido como había llegado. Juan se puso el cinturón de seguridad y, para hacerse el gracioso, se persignó. Ella bajó la ventanilla de su lado. Luego encendió un cigarrillo y le dio una larga pitada que le hizo imaginar a Juan la insólita situación de encontrarse envuelto en un enorme papel de fumar, apretado por esos dos labios que a cada segundo que pasaba lo ponían más y más nervioso.
- No me gusta el nombre Edith. –Le dijo ella.- Así que decime María.
- Yo soy Juan. –Le informó él.
- Vos sos Ben. –Retrucó María, divertida.
- Juan. Pero, si querés, decime: Ben Juan. Y yo iré en seguida.
María lanzó una carcajada que, a diferencia de la mayoría de las carcajadas femeninas, era casi tan linda como su sonrisa. Juan sintió bien adentro que quería volver a escucharla pero no se le ocurrió nada ingenioso para decir. Así que preguntó:
- ¿A qué te dedicás?
- Estoy terminando la carrera de Ciencias Económicas. Además, me gusta mucho la fotografía. Mi sueño es recorrer el mundo entero sacando fotos.
- Vas a tener que conseguir un tero muy grande y fuerte para que aguante tamaño viaje. Generalmente los teros son aves que no miden más de... –Otra carcajada deliciosa de María interrumpió la descripción que Juan estaba construyendo.
- Ya me lo habían hecho. –Dijo élla.- Pero me encanta.
Llegaron al bar sanos y salvos. Se sentaron a una mesa cercana a la ventana que daba al río y, mientras María tomaba un capuchino y Juan un café negro bien cargado, charlaron acerca de la carrera de Ciencias Económicas, las fotos que élla había sacado en un viaje por Centroamérica, los cuentos de Ring Lardner, y se despidieron con la promesa de volver a encontrarse.
A Juan le hubiera gustado quedarse toda la vida en esa mesa, escuchando a María y viéndola reír; pero si élla no se iba de inmediato, llegaría tarde a clase.


IV
Juan no tenía costumbre de ver el informativo, pero desde el día que conoció a María no se perdía ninguna de las dos ediciones nocturnas. Le dedicaba especial atención a la sección de noticias policiales, temiendo que a María le sucediera lo que a Edith, la imprudente conductora de la ficción de Lardner. Cada vez que el cronista comenzaba a narrar las tragedias automovilísticas de la jornada, que nunca eran pocas, a Juan se le hacía un nudo en el estómago.
- ¿Qué te dio por ver los informativos? –Le preguntó Rita, su esposa desde hacía tres años.
- Hace tiempo que no puedo leer más de treinta páginas de un libro. – Mintió él, tratando de encontrar un argumento lógico que justificara su nueva afición.
- Deberías ir al oculista. –Sugirió Rita.- ¿Se te cansa mucho la vista leyendo?



V

A medida que los encuentros con María se sucedían, siempre dentro del Peugeot en movimiento, Juan leía cada vez menos y más tiempo le dedicaba a los informativos de la televisión.
- ¿Qué me está pasando? –Solía preguntarse ante la pulcra imagen del cronista en la pantalla del viejo televisor en colores. –Apenas la vi unas pocas veces, nunca siquiera la besé… ¿porqué me preocupo tanto? Capaz que es casada, ¿por qué nunca se lo pregunté? ¿Por qué nunca me lo dijo?
No habían intercambiado los teléfonos ni uno sabía dónde vivía el otro. Simplemente se encontraban cuando élla lo pasaba a buscar por el semáforo que seguía averiado en la esquina de la principal avenida de entrada y salida a la capital.

Cuando el informativista se despidió hasta la noche siguiente, deseando un buen descanso a todos los televidentes, levantó la mano ocupada con el control remoto y presionó el botón que cambia los canales.
Sus ojos se abrieron de par en par y el corazón casi deja de funcionarle cuando la sonrisa de María apareció ocupando toda pantalla. Juan quedó congelado en el sillón, una especie de parálisis general que contrastaba con la desenfrenada actividad de sus tripas.
Un cambio de cámara llevó a una toma general del estudio y permitió ver a un hombre de pelo entrecano que, vestido con impecable ambo oscuro y mostrando una sonrisa llena de dientes que no era más que una mueca absurda al lado de la sonrisa de María, le entregaba a la chica del Peugeot el premio mayor de la Lotería de Reyes. Una verdadera fortuna.
- ¿Qué va a hacer con el dinero, señorita? –Le preguntó el hombre del traje oscuro y los mil dientes blancos, estirando la mano con el micrófono.
María giró un cuarto de vuelta y quedó enfrentada a la cámara principal, que de inmediato efectuó un plano detalle de su rostro. Amplió la sonrisa hasta límites intolerables para el corazón de Juan, que miraba la pantalla como si estuviera en trance, y dijo, con una dulzura que hizo temblar al inspector de tránsito:
- Me voy a recorrer el mundo en tero. ¿Te paso a buscar por el lugar de siempre?
Rita, recostada en el sillón, al lado de su marido, dijo:
- Joven, linda, y ahora millonaria. ¿Quién será el afortunado?

VI
Al día siguiente, el joven inspector se encontraba nuevamente ordenando el tránsito y lanzando, cada brevísimos espacios de tiempo, una fugaz mirada hacia la calle transversal, donde esperaba que el Peugeot amarillo entrara en la curva haciendo chirriar los neumáticos.

Pasaron dos semanas y el semáforo fue arreglado, entonces Juan fue trasladado al centro de la ciudad, donde un bache de proporciones lunares había causado ya varios accidentes.

1 Comments:

Blogger RosaMaría said...

Muy bueno... creativo y guardando la intriga hasta el final.

3:24 PM  

Post a Comment

<< Home